Te
levantaste.
Fuiste
a comprar cigarros
aunque
sabés que no te los vas a fumar.
Desfondaste
los cajones de la cómoda
buscando
qué ponerle al cuerpo.
Pasaste
lista.
Te
levantaste y notaste que,
para
la gloria de males,
estabas
al revés,
como
uno de esos relojes antiguos
que
solían traer todos los números y el segundero manco.
Lo
mismo que la estrellita diurna
preferiste
no andar ventilando el cuerpo por las alturas
(por
esto de la superstición dramatúrgica
del
amarillo en escena)
y
te viste en la obligación
de
insistirle al olmo
con
lo de las peras.
Te
levantaste.
Desayunaste
algunas malas noticias y
te
descubriste.
Te
levantaste y te arrugaste los dientes.
Con
la pasta bucal que te venía sobrando
pensaste
en la poesía oculta
que
desprenden
las
cortinas de seda oscura rozando el suelo.
Lo
pensaste
pero
sin haberte tomado la molestia
de
romper a letras el verso anterior.
Lo
pensaste, sobre todo porque la tierra,
en
este lado del cosmos grasiento,
no
es ni roja ni amarronada. Es blanca.
Y
lo blanco hace mal a los ojos pero bien al alma, dicen.
Por
eso las mujeres se casan de blanco.
Lo
oscuro del asunto es que
la
gente
se
inquieta excesivamente de lo que no es blanco.
De
las mujeres que no se casan de blanco.
De
las mujeres que no se casan.
De
las mujeres que no se podían casar.
En
eso estabas cuando te levantaste.
Los
ruiseñores que se salvaron de la fiebre Harper
confiscaron
la valla cuartelera
y
Martín pescador te dejó pasar.
Te
levantaste.
Dejaste
el grifo entreabierto
chorreando
escalas de grises,
le
preguntaste a un daltónico si el verde ocre sería capaz de favorecerte
y
encuadernaste las cenizas del cigarro consumido
que habías dejado prendido sobre un cajón de la
cómoda.